Cipriano, viudo hace sólo tres años y casi octogenario, enfrenta la noticia de que Juana, su hija, ha muerto en un accidente de avión. El dolor se multiplica por el hecho de que ella había dejado de hablarle desde hacía un buen tiempo, por razones que él nunca terminó de comprender, o de aceptar, razones que, de todos modos, nunca pensó definitivas. Las molestias físicas, los olvidos, la somnolencia, la soledad, las rutinas vacías, la conciencia de la proximidad irremediable de la muerte, todas las penurias cotidianas de la vejez son relegadas por una congoja abismal, y no le queda más que esperar la llamada última, en la que le anuncien la entrega de los restos del cadáver. Lo que Cipriano no alcanza a imaginar es que ahí, en esa notificación, se esconde un universo insospechado, nuevas angustias pero, quizás, nuevas alegrías.